Al igual que hicimos el día de Jueves Santo, nuestra mirada se centra hoy de modo muy especial en el sacrosanto misterio de la Eucaristía, que es la causa del ser de la Iglesia, la sustancia personal de ésta. La Eucaristía engendra la Iglesia, hace pasar a ésta de la potencia al acto, de ser una mera comunidad humana a ser la comunidad salvífica universal. Y esto es así porque la Eucaristía contiene la presencia total de Cristo, la presencia de su humanidad y de su divinidad, de su muerte y resurrección. Pero, además, la Eucaristía contiene la presencia real y sustancial del propio Cristo, lo que no ocurre en los demás sacramentos. Tal es lo que quiere significar de forma singular la solemnidad de Corpus Christi, la cual se instituyó precisamente por esta razón, para afirmar la presencia real y sustancial de Cristo en la Eucaristía.
En efecto, como bien sabemos, la reivindicación a fondo de la presencia real y sustancial de Cristo en la Eucaristía, negada por un grupo de teólogos en la Edad Media, suscitó en los siglos XII y XIII un gran movimiento espiritual de devoción a este Sacramento, lo que fue, sin duda, un verdadero don del Espíritu a la Iglesia.
Porque, para ser hechos participes del ser de Cristo y para vivir así según la vida nueva cobrada en Él, ¿dónde sino en la Eucaristía encontramos a Cristo real y sustancialmente presente, participamos de su misterio pascual y obtenemos la posibilidad real de vivir como hombres nuevos?
Ello explica que, con la reivindicación paulatina de la presencia real y sustancial de Cristo en la Eucaristía obrada a lo largo de los siglos XII y XIII, los fieles fueran cambiando de mentalidad y, buscando a Cristo en este sacramento, comenzaran a confesarse más, a comulgar más, a adorar con mayor frecuencia a Jesús en el sagrario y a pedir a la Iglesia se instituyese una nueva fiesta eucarística, además de la ya existente del Jueves Santo, dedicada muy en especial a contemplar, meditar y vivir el misterio de la presencia real y sustancial de Jesucristo en la Eucaristía. Todo este movimiento conduciría a la institución de la solemnidad de Corpus Christi en 1264 por el Papa Urbano IV en la conocida bula Transiturus de hoc mundo (cf DH 846-847).
Ahora bien, en concomitancia con el referido movimiento espiritual, tres milagros eucarísticos de gran calado contribuyeron poderosamente a la consolidación de la conciencia cristiana y católica de la presencia real y sustancial de Cristo en la Eucaristía, y a la institución por Urbano IV del Día de “Corpus”. Por orden cronológico son los siguientes: la visión eucarística de Santa Juliana de Lieja en 1208, repetida durante más de veinte años; el milagro obrado por Dios sobre las formas consagradas en el pueblo de Luchente (Valencia), el año 1239, cuya preciosa reliquia, los “Sagrados Corporales” ensangrentados, guarda y conserva celosamente nuestra ciudad zaragozana de Daroca; y el milagro eucarístico de las sagradas formas, de idénticas características formales al nuestro, sucedido en Bolsena en 1263, un año antes de la institución por Urbano IV de la solemnidad de “Corpus”.
En este día de la Solemnidad de Corpus Christi, la Iglesia nos urge a convertirnos al Señor, a confesar nuestros pecados, a practicar la oración de adoración ante Él, presente bajo las especies del pan y del vino consagrados, a comulgar su cuerpo y su sangre, si estamos espiritualmente preparados para ello, y a amar de corazón a nuestros hermanos, los hombres. Dicho más explícitamente, la solemnidad de “Corpus Christi” nos impele, nos apremia, nos urge a salir al encuentro de los hermanos.
Pero ¿por qué razón es esto así? ¿Cuál es la relación entre la Eucaristía y la práctica del amor a los hermanos, particularmente a los más pobres y necesitados? Dicho sencillamente, porque la Eucaristía es la expresión del gran amor que Dios nos tiene. Ella contiene a Cristo muerto y resucitado por nosotros. Por tanto, la Eucaristía nos ofrece el icono mismo del amor de Dios. Dios es amor. Y Él nos ha amado tanto, que nos ha entregado a su Hijo y lo ha enviado a la muerte por nosotros y por nuestra salvación.
Pero esto implica que, si nosotros nos acercamos a la Eucaristía y comulgamos el cuerpo y la sangre del Señor, entonces somos hechos partícipes del mismo amor con que Dios ama y quedamos obligados espiritualmente a vivir para los demás. De ahí que la participación en la Eucaristía nos urja al amor de Dios y al amor de los demás.
Ambas cosas nos recuerda en este día el Santo Padre el Papa Francisco. Por una parte, el Papa nos impulsa a la práctica de la adoración del Señor, exhortándonos a que en todas las iglesias catedrales “in Urbe et in Orbe” se dé el día de Corpus una hora de adoración del Santísimo, la cual deberá celebrarse entre las 17 y las 18 horas. Y, por la otra, el Papa seguido por todo el episcopado mundial, nos urge a salir al encuentro de los hombres para anunciarles el Evangelio y para subvenir a todas sus necesidades, también a las necesidades del pan y de la casa de cada día.
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